20.7.17

Volver a despertar después de presenciar el amanecer

Esta es la descripción de una siesta vivida en Israel, que llegó acompañada de otros tantos participantes, diría más de 20 seguro (No recuerdo haber tenido una siesta así de concurrida desde el jardín de infantes más o menos).
La noche anterior habíamos compartido anécdotas en el desierto con música de Coldplay de fondo, seguido de un fogón que nos mantuvo despiertos y cantando -a pesar de que no había una guitarra-, para concluir en un desayuno conformado por galletitas dulces y un café arábico, negro y amargo, minutos antes de que amaneciera y empezáramos la subida a Masada.
Cada pequeño descanso que íbamos teniendo en el camino lo dormíamos. Un ratito en el micro, otro esperando a que el sol asomara por detrás del mar muerto, de a pequeños cortes entre charlas intensas (y sobre todo acaloradas) en diversos lugares históricos… En fin, dónde podíamos y cómo podíamos.
Durante el recorrido jugamos a gritar todos juntos, en manada, logrando un eco en formato boomerang, que así como iba volvía a los pocos segundos, dando la sensación de que nos gritaba de lejos la hinchada de un equipo de futbol.
Llegado el mediodía, justo cuando más de uno estaba preparado para izar bandera blanca, vislumbramos en la lejanía un hostel que nos iba a proveer de comida y aire acondicionado (bendito seas siglo 21).
Nos presentamos en la puerta todos transpirados hasta la médula, bañados, empapados y centrifugados en gotas de sudor que dejaban aureolas de transpiración en la ropa y que, calculo yo, acumulaban suficiente agua para -mínimamente- hacer crecer un árbol.
Exhaustos pero aliviados, nos dimos un panzazo hermoso con el banquete que nos esperaba, repleto de panes, quesos, fiambres, frutas y legumbres, especias, jugos raros, yogures y cereales. Cantidades infinitas de comida, que provocaban empujones y corridas. Una y otra vez, los platos se llenaban, vaciaban y volvían a llenar, no había tiempo de degustar, era engullir una delicia atrás de otra sin pausa, sin freno ni consideración.
Era el hambre acumulado del no dormir hace días, del calor que nos hacía sudar todos los nutrientes, de la felicidad de mirar por las ventanas el desierto enorme, voraz y fagocitante, de la charla sugerente. El tren seguía su marcha sin paradas, hasta que, en algún intervalo de esa vorágine, dejamos de ingerir comida, pero sin perder jamás el hambre.
Luego de un rato, agotados de tanto masticar, nos fuimos levantando y acomodándonos en el lugar que nos hospedaba. ¿Mi elección inmediata? La pileta. No tengo recuerdos de haberme sacado la ropa; simplemente mojé un pié para testear la temperatura del agua, y al notar que estaba fría, me entregué sin más a esa promesa de paraíso terrenal.
Me dediqué a flotar, mirar el cielo despejado y nivelar de a poco mi temperatura corporal interna, aunque fuera tan sólo temporalmente (después de todo sabía que tarde o temprano me iba a tener que volver a someter a ese sol quemante y tajante).
Resignada ante tal destino cruel, salí de ahí para encontrarme con mis compañeros distribuidos aleatoriamente en una especie de jardín cuadrado de pastito artificial, buscando sombra debajo de las palmeras.
Encontré con la mirada un lugarcito que me hiciera sentir guardada y me arrojé elegantemente a descansar boca abajo, apoyada sobre mis brazos.

Antes de entrar en un sueño profundo, casi de coma, espié a mis alrededores traviesamente y sonreí frente a mi descubrimiento. El lugar que había escogido era lógico, casi ideal. Entusiasmada, me rendí a un sueño lejano, risueño, letárgico.


Cerca del Mar Muerto, Israel

13.7.17

(8)33

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Empecé a ser consciente del deseo corriendo entre mis venas cuando tu voz se hizo presente entre mis desvaríos. Que irónico que, estando en un cementerio, rodeados por la muerte, nuestro intercambio de palabras me hizo sentir más viva que nunca. Es que tu voz, tu dulce y resonante voz (la cual soy incapaz de representar, mucho menos de reproducir, por más de que mi cabeza lo intente), me elevó y me guió a lo largo de todo el viaje. No podía dejar de estar pendiente de esa voz, de tu perspicacia al comentar, tu forma original de jugar con las ideas, la conjugación de tus palabras, tu manera de expresar tu punto de vista, el modo que tenías de hacerme vibrar con cada consonante y cada vocal que pronunciabas. Era imposible concentrarme en otra cosa que no fuera en las preguntas que hacías. Mi razonamiento quedaba colgado como ropa recién lavada craneando posibles respuestas o alguna repregunta que te hiciera darte cuenta de que soy algo más que un simple animalito. Que pienso por mí misma y que siento mucho más de lo que pienso. Tanto es así que una vez que dejo que ese remolino -de andá a saber qué- se apodere de mí, no le puedo bajar el volumen a todo eso que me pasa. Es como una radio a la que se le rompe el dial. Simplemente sigue sonando sin ningún tipo de control.
Me hiciste perder el control. Era capaz de hacer todo lo que fuera (humanamente) posible con tal de sentirte mío. Pero estás demasiado fugado de vos mismo como para pertenecerle a un otro. Decidiste escaparle a lo que rige como regla general y ser alma libre, emanciparte de todo aquello que te ate.
Y yo, voluntariamente, me hice creer que tu modalidad podía variar, como también lo habrán creído tantas otras. (Con esas habilidades en otros tiempos te habrían tildado de brujo y quemado en la hoguera... En fin...)
Somos varias -no nos engañemos- las que pudimos disfrutar de tus encantos, siendo conscientes en el fondo de que te estabamos tomando prestado por un ratito. Y, al menos yo, no pensaba desperdiciar esa oportunidad, ese 'mientras' que inocentemente imaginaba peripecia.
Estuve pendiente de tu sombra cual conductor principiante que maneja en ruta por primera vez. Los días de caminata eran mis preferidos. Si así lo querías, te acercabas a mí para preguntarme qué libro estaba leyendo o para debatir acerca de la educación en algún país lejano (basándonos en mínimas representaciones de la realidad, obvio, ¿pero a quién le importa?). Y si no, yo te buscaba a vos, atenta, expectante, esperando a que me dieras el pie para comentar algo o iniciar una charla, lo que fuera que me permitiera escuchar tu voz tan sólo un ratito más. Un poco más de anestesia hasta el próximo encuentro. Drogadicta a tu voz, dependiente de tu andar. Si lograba hacerte reír, mi alma extasiada descansaba de su constante tortura por unos segundos más.
Las dos o tres horas (quién sabe, yo al menos perdí la cuenta) del viaje más largo entre ciudades, fuiste todo mío. Ahí sí. Nos rodeaban los ronquidos y exhalaciones de treinta y nueve personas que dormían plácidamente, y vos y yo intercambiabamos creencias, ideales, reflexiones sinfín, en una lucha por abalanzarse sobre el otro silenciosa, pasiva. Reemplazamos las manos, los mimos, el contacto, por palabras arrojadas hacia el otro que escalaban intensivamente.
Que si hay un destino, que si existe la vida después de la muerte, que cuál es el propósito de todo... ¿Y qué importancia tiene todo eso? Si lo único en lo que puedo pensar, lo único que tiene sentido, es tu cuerpo aferrado a mi cintura, callándome con besos el tren de pensamientos.

Silencio. Desierto. La luna. Una foto.

                                                                                                                    El amanecer en Masada, Israel

En un abrazo pulcro y respetuoso contuve tus lágrimas. Era el primer contacto real, piel a piel, que tuvimos. La primera vez que pude apreciar el contorno de tu cuerpo y no sólo imaginarlo. A los dos nos costaba respirar, pero por dos motivos muy distintos. El tuyo, la melancolía. El mio, la agonía.
A medida que pasaban los días la tensión crecía, vos te alejabas, yo enloquecía.
La anteúltima noche y sin quererlo (pero muriéndome de ganas), extasiados y emborrachados, atragantados de alcohol pagado en moneda extranjera, tu cuerpo y el mío se encontraron. Y así como empezó, todo terminó. Apurado, a escondidas, impensado.
A pedido tuyo, me obligué a callar y salir de la manera más incómoda posible; en momentos espacio temporalmente distantes... Alejados como si fuésemos dos extraños en un ascensor.
Lección aprendida: Acceder no siempre implica estar de acuerdo con las bases y condiciones del juego.

De tu dulce voz me queda sólo un recuerdo y las ganas de volver a escucharte. Pero me dijeron por ahí que tu alma tiene dueña. Y a pesar de lo dulce que fue nuestro abrazo de despedida, sé que fui (o mejor dicho, siento que fui) una distracción de la rutina. Una excepción a la regla, un "ya que estamos..."
Así nomas. Sin tanto palabrerío, sin tanto filosofar.