4.8.17

Whatever gets you thru the night

Americano por excelencia. Así podría empezar a describir a Nemo, mi compañero de campamento (dejemos su verdadero nombre afuera de la cuestión), pero no alcanzaría a llenar todos los casilleros. Neoyorquino ocurrente, divertido y hábil, de porte musculoso, rubio y de ojazos claros, daba más para tapa de revista que para ser humano.
Era el único en un grupo de treinta personas que más o menos ubicaba Argentina en un mapa y conocía -algo- de costumbres foráneas. Tocaba la guitarra (sabía de memoria los acordes de Despacito, habilidad que se vuelve inútil pasando el 2017), trepaba a los árboles y competía con otros -machos América- para ver quién tenía más fuerza, destreza, o se bancaba mejor las picaduras de bed bugs (también llamados Chinches en Latinoamérica).
Me prestó su cámara para sacar fotos bajo el agua en más de una ocasión y me ayudaba a subir mi valija-monstruo colina arriba.
Se manejaba en español lo justo para hacerme reír y eso era más que suficiente… Hacía rato nadie me hacía reír hasta llorar. Hasta que los ojos lagrimean y los pulmones duelen y falta el aire y ya te reís más de la forma en la que te reís que de los chistes en sí.
En los ratos libres jugábamos a las cartas y nos burlábamos de los nombres que les ponen a los dibujitos animados de éste lado del mapa (daría todo por volver a escuchar su manera de pronunciar “Castores Cascarrabias”). Una vuelta nos pusimos a discutir las diferencias biológicas entre pajaritos, patitos y pollitos, basándonos en distintos personajes de la Warner… Que Tweety es un pajarito amarillo y en español lo llamamos Piolín, que Daffy Duck es un pato y le decimos Lucas, y que pollito es el de La vaca y el pollito.
Nuestra conversación se dio en el medio de un cementerio así que nos comimos un buen reto. Pero no nos importó, la verdad es que lo que sucedía a nuestro alrededor mucho no afectaba. Nos abstraíamos del contexto constantemente. Compartíamos un mundo que sólo podía darse y existir en ese limbo que osábamos llamar realidad, pero que evidentemente no lo era porque ninguno se animaba a revelar su verdadero yo. Nos veíamos obligados a enfrentar desafíos ficticios y hacer de cuenta que todo podía terminar mal, cuando claramente estábamos en un entorno cuidado, más que seguro.
La última noche que pasamos juntos salimos a pasear por Tel Aviv y terminamos en Kuli Alma, un bar enorme plagado de lucecitas de colores, murales, graffitis, gente copada… Embelesados por el ambiente, dejamos pasar las horas agarrados de la mano con una inocencia propia de chicos de 16 años. Con el dedo índice me dediqué a recorrer las venas en su brazo de arriba a abajo y arriba de nuevo. Parece que emanábamos ternura, porque se acercó el dueño del lugar a ofrecernos tragos a cambio de sacarnos una foto para el Instagram del bar. Miradas cómplices de por medio, aceptamos, y terminamos en el celular de un ajeno, envueltos por stickers y corazones.
Sentados en el piso contra una pared repleta de mensajes anti guerra, charlábamos y nos hacíamos compañía esperando a que se hiciera hora de ir al aeropuerto. No queríamos irnos de Israel, pero además nos negábamos a despedirnos.

Tel Aviv, Israel
Horas después, y aunque aún no había amanecido, estábamos en el aeropuerto hablando de próximos destinos (él volvía a casa, yo volaba hacia París), y jugando con la idea de volver a vernos en el futuro.
Ahí fue cuando asimilé que una etapa de mi viaje estaba llegando a su final y que me tocaba enfrentar un nuevo rumbo. Me invadía la expectativa, la incertidumbre… Mi cuerpo no terminaba de acostumbrarse a esa felicidad de estar triste, a ese sentimiento de melancolía, y ya tenía que hacer diálisis de la ansiedad que me provocaba saber que en pocas horas iba a estar pisando suelo europeo.
Luego de hacer el check in, cada uno por su lado, nos reencontramos cerca de unos asientos acolchonados y nos apropiamos del espacio. Distribuimos valijas, paquetes y bolsitas por todos lados y jugamos a pronunciar calles raras en inglés.

Me acomodé en su hombro, él se apoyó en mi cabeza; y así nos quedamos paulatinamente dormidos, sabiendo en el fondo que esa iba a ser nuestra última siesta.