Nuestros destinos se vieron atravesados en un tren y nos
reímos de la coincidencia. Al bajar nos metimos de colado en la fila de
Sisyphos, un boliche en la ciudad de Berlín que nunca cerraba sus puertas, siempre y cuando no fuera lunes.
Hablamos de nimiedades hasta encontrarnos con el acceso principal y nos agarramos
de la mano en una mezcla de éxtasis, nervios, ansiedad y frenesí.
Nos entregaron stickers con la consigna de que tapáramos
la cámara del celular y entramos al país de las maravillas de Alicia. Se
explayaban frente a nuestros ojos una serie de casitas de madera, una fábrica
abandonada de comida para perros, un mural hecho de vidrios coloridos, un lago en
el medio del predio, y nuestras zapatillas pisaban la arena.
La primera parada fue un armario musical, donde unos franceses
introduciendo monedas eligieron “My heart will go on” y nos invitaron a pasar.
Cantamos a los gritos y dejamos que la mezcla de color, láseres y humo nos
atravesara el cuerpo. Éramos seis en un espacio de dos por dos, y la tensión se
sentía en el aire.
Al salir fuimos a buscar algo para tomar y nos explicaron
que cada cuatro botellitas de cerveza vacías que entregábamos, nos regalaban
una llena. Era una buena tasa de cambio, por lo que pasamos parte de la noche buscando
y acumulando botellitas de cerveza vacías que otros abandonaban por negligencia.
Nos sentamos en un puente a charlar y dejamos que nuestras
piernas colgaran en el aire y se mecieran sobre el lago reflejante. En
movimiento pendular, impacientes, nuestros pies iban y venían acompañando el
ritmo de la música que sonaba de fondo, dejándose llevar por las estrofas
inentendibles cantadas en alemán.
Vislumbré un sillón roto a distancia, repleto
de cuerpos que se acomodaban entre los resortes que hacían presión por saltar y
escapar para todos lados. No comprendo todavía si es que el sacudón del sofá
provenía de esos cuerpos, o de las ratas que lo invadían.
Luego de agotar hasta la última gota de alcohol y trasladarnos
por el espacio para investigarlo, nos animamos a seguir la música y adentrarnos
en ese boliche oscuro, laberíntico, grafiteado y derruido. Figuras cadavéricas
vestidas de negro y sobre maquilladas, yacían en los pasillos camuflándose de manera idílica con el espacio apretujado y caliente.
La música electrónica nos empujaba a bailar y seguir un movimiento
frenético que hacía que la gente se contorneara de manera extravagante, a un
ritmo imposible, imbailable. Fracasamos estruendosamente en nuestro intento de
ser parte, por lo que nos resignamos a observar desde afuera y capaz interactuar
con algún borracho elegante.
La cabina del DJ estaba al alcance de mi mirada. Era
cuestión de atreverse a subir unos escalones, hacerle ojitos y seguirle la
corriente. Aposté a que me animaba y con cara de “te lo dije”, me lancé a ver
qué pasaba. El DJ me indicó qué tocar, y automáticamente vi a la masa
de gente levantar las manos bien alto, secundándome. Dejé que la música me
inundara de sentido y probé tocar un par de botones. Me sentí… gloriosa. Agradecí
y me bajé, no sea cosa de acaparar el escenario.
Me reencontré con mi compañero y nos escabullimos por un
pasadizo que nos llamaba la atención. Sin darme cuenta, mi espalda terminó contra
unas rejas y me encontré encerrada entre sus brazos. Sus manos, apretadas
obstinadamente con el enrejado, me impedían el paso.
Rogué que no entrara nadie
más y lo desafié.
Me respondió con un beso corto, acompañado de una sonrisa…
Y otro beso más, más largo, más profundo. Ya no sonaba la música, ya no podía distinguir voces extranjeras. Solo podía percibir mis dedos entrelazándose con los suyos.
Perdí la noción de tiempo, de lugar, de muerte.
Desaparecieron los nombres, la ciudad de pertenencia, el lenguaje. Sólo concebíamos
casualidades y deseo; de querer que el reloj frene, de anhelar que todo lo que sucedía
a nuestro alrededor se congelara y nos dejara girar en esa suerte de soledad
acompañada. Que no se volviera recuerdo, no todavía.
Inhóspito en perspectiva, ese recoveco latía nocturno y
eterno. Y no nos daba motivos para abandonarlo... Afuera podía estar saliendo
el sol o lloviendo sin parar, lo mismo daba. No teníamos razones por las que salir
a averiguar qué pasaba. No había apuro ni espera, sólo amor libre y vicios. Estábamos
rodeados de hambre de progreso y juventud extasiada. Todo un aleph emocional.
Berlin, Alemania
Afuera se encontraba Berlín, una ciudad museo histórica,
vigente y palpable en el imaginario de sus ciudadanos. Adentro sólo había
intentos de rearmar esa revolución que provocó que cayera el muro y resurgieran
motivos por los que seguir vivo.
Reencontrarme en la mirada de otro me animaba a entender
que no estaba sola. En una ciudad que provoca más preguntas que respuestas, la mejor opción es probar experiencias nuevas y delirantes.
Jugar a redescubrirse,
sanarse y quizás hasta salvarse, entre los vestigios de la guerra.