12.8.18

Óleo de un hombre con bigote

Era un sábado de noche en Madrid y no tenía planes para salir, pero mi compañera de piso estaba de viaje y el departamento en Chamberí me quedaba enorme, así que sin compañía ni norte marcado, me arreglé y salí a patear las calles madrileñas.
Hice tres paradas hasta Sol, el corazón turístico de la ciudad, y justo a la salida del metro me encontré con una banda callejera de latinoamericanos bailando break dance y arengando al público por monedas. Me quedé un rato hasta aburrirme y me dispuse a vagar sin rumbo, creo que buscando algún boliche donde no me arrancaran la cabeza con el precio. Sin éxito alguno, paré en una esquina a seguir la búsqueda desde mi celular y puse el bar elegido en el mapa, cuando un hombre alto de piel oscura -al mejor estilo basquetbolista- me cortó el paso para preguntarme en inglés “how much?”, que cuánto cobraba. A los gritos, en español y con el infaltable dedo índice girando como una turbina al llegar a la sien derecha, le respondí “estás completamente loco” y me fui a los piques.

Un rato después, ya en el bar, me encontré con un grupo de gente que había conocido mediante las maravillas de Internet y en menos de lo que tardé en decir mi nombre, un italiano de la mesa me invitó un shot de Disaronno. Era todo un galán exótico, tenía una cámara a rollo y portaba bigotes estilo Dalí. Le pregunté por la cámara y dijo que prefería la analógica porque tenía la teoría de que el día que revelara las fotos y develara el misterioso resultado, podía resucitar la magia de la noche vivida…
Los bigotes nunca los entendí.

Nuestra siguiente parada fue un boliche pequeño que pasaba reggaetón. Pedí prestada la cámara y el tano me la entregó con toda la seguridad del mundo. Qué envidia me da la confianza que tienen los europeos en los otros. Prometí sacar fotos solamente de lo que me parecía “importante” y por supuesto le gasté todo el rollo.

Salimos, le devolví la cámara y emprendimos la vuelta a mi casa. Caminábamos en igualdad de condiciones, entendiéndonos poco y gesticulando demasiado. Él me enseñaba italiano y yo me reía al unísono de su musicalidad.
No voy a mentir, mil preguntas se me venían a la cabeza: “¿Dejo que me acompañe a casa? ¿Quiero estar acá con él? ¿O es la ciudad y el momento lo que me conmueven y cautivan?”.
A la única conclusión que llegué es que hay personas que se atraviesan en el camino en determinados instantes como un soplo, para acompañarnos, hacernos reír o cuidarnos, y así como aparecieron tarde o temprano desaparecen. Es como si se desvanecieran en el aire sin alterar demasiado el estado de la materia… Y aunque no todos son dignos de ser parte de una anécdota de sobremesa, hay personas que son relevantes y dejan marca. Queda en nosotros pensar si vale la pena o no generarles un espacio en la memoria Ram de nuestros recuerdos.