Hice tres paradas hasta Sol, el corazón turístico de la ciudad, y justo
a la salida del metro me encontré con una banda callejera de latinoamericanos bailando
break dance y arengando al público por monedas. Me quedé un rato hasta
aburrirme y me dispuse a vagar sin rumbo, creo que buscando algún boliche donde
no me arrancaran la cabeza con el precio. Sin éxito alguno, paré en una esquina
a seguir la búsqueda desde mi celular y puse el bar elegido en el mapa, cuando un
hombre alto de piel oscura -al mejor estilo basquetbolista- me cortó el paso para preguntarme
en inglés “how much?”, que cuánto cobraba. A los gritos, en español y con el
infaltable dedo índice girando como una turbina al llegar a la sien derecha, le
respondí “estás completamente loco” y me fui a los piques.
Un rato después, ya en el bar, me encontré con un grupo de gente que había
conocido mediante las maravillas de Internet y en menos de lo que tardé en
decir mi nombre, un italiano de la mesa me invitó un shot de Disaronno. Era
todo un galán exótico, tenía una cámara a rollo y portaba bigotes estilo Dalí. Le
pregunté por la cámara y dijo que prefería la analógica porque tenía la teoría
de que el día que revelara las fotos y develara el misterioso resultado, podía resucitar
la magia de la noche vivida…
Los bigotes nunca los entendí.
Los bigotes nunca los entendí.
Nuestra siguiente parada fue un boliche pequeño que pasaba reggaetón. Pedí prestada la cámara y el tano me la entregó con toda la seguridad del mundo. Qué envidia me da la confianza que tienen los europeos en los otros. Prometí sacar fotos solamente de lo que me parecía “importante” y por supuesto le gasté todo el rollo.
Salimos, le devolví la cámara y emprendimos la vuelta a mi casa. Caminábamos
en igualdad de condiciones, entendiéndonos poco y gesticulando demasiado. Él me
enseñaba italiano y yo me reía al unísono de su musicalidad.
No voy a mentir, mil preguntas se me venían a la cabeza: “¿Dejo
que me acompañe a casa? ¿Quiero estar acá con él? ¿O es la ciudad y el momento
lo que me conmueven y cautivan?”.
A la única conclusión que llegué es que hay personas que se
atraviesan en el camino en determinados instantes como un soplo, para
acompañarnos, hacernos reír o cuidarnos, y así como aparecieron tarde o
temprano desaparecen. Es como si se desvanecieran en el aire sin alterar
demasiado el estado de la materia… Y aunque no todos son dignos de ser parte de
una anécdota de sobremesa, hay personas que son relevantes y dejan marca. Queda
en nosotros pensar si vale la pena o no generarles un espacio en la memoria Ram de nuestros recuerdos.