17.9.18

¿Qué querés ser cuando seas grande?

San Sebastián (O Donostia, como le dirían en Euskera) es una ciudad de la que siempre oí hablar porque ofrece uno de los festivales más importantes a nivel mundial de cine. Es por esto que, cuando la visité hace unos días, justo antes del famoso festival, no pude evitar pensar y repensar mi carrera. Técnicamente soy directora de cine, cuento con un título que lo avala y todo, pero además me gusta pensarme como crítica cinematográfica.
Un crítico de cine es similar a un filósofo. Cuestiona la película que acaba de visionar, arma posibles teorías (muchas veces conspirativas), se pregunta acerca de las decisiones de un director, investiga otras disciplinas para que sus conclusiones no suenen descabelladas, indaga intertextualidades y, finalmente, arma un conjunto de ideas que intenta desarrollar en algunas líneas, tratando que sea coherente y que destaque frente a las reseñas de otros (después de todo, hay que llamar la atención para hacerse de un sueldo)…

                                                                     San Sebastián, Euskadi
Siempre necesario -poco solicitado-, el crítico va por ahí cultivando sus reseñas, haciéndose un nombre (o al menos, lo ambiciona) y ofreciendo una perspectiva personal de la película. Es por eso que aspiro a hacer crítica; estoy en una etapa de crecimiento donde busco nutrirme de los diferentes puntos de vistas narrativos que tienen para ofrecer los directores de cine. Algún día tendré el privilegio de conocer un festival internacional por dentro, ser la fotografiada y no la fotógrafa, recibir premios por un guión escrito y no abucheos por tratar mal a películas de dudosos ideales. Pero, y mientras tanto, me dedico a escribir críticas, porque como decía Fernando Pessoa: “La función última de la crítica es que satisfaga la función natural de desdeñar, lo que conviene a la buena higiene del espíritu”.

12.8.18

Óleo de un hombre con bigote

Era un sábado de noche en Madrid y no tenía planes para salir, pero mi compañera de piso estaba de viaje y el departamento en Chamberí me quedaba enorme, así que sin compañía ni norte marcado, me arreglé y salí a patear las calles madrileñas.
Hice tres paradas hasta Sol, el corazón turístico de la ciudad, y justo a la salida del metro me encontré con una banda callejera de latinoamericanos bailando break dance y arengando al público por monedas. Me quedé un rato hasta aburrirme y me dispuse a vagar sin rumbo, creo que buscando algún boliche donde no me arrancaran la cabeza con el precio. Sin éxito alguno, paré en una esquina a seguir la búsqueda desde mi celular y puse el bar elegido en el mapa, cuando un hombre alto de piel oscura -al mejor estilo basquetbolista- me cortó el paso para preguntarme en inglés “how much?”, que cuánto cobraba. A los gritos, en español y con el infaltable dedo índice girando como una turbina al llegar a la sien derecha, le respondí “estás completamente loco” y me fui a los piques.

Un rato después, ya en el bar, me encontré con un grupo de gente que había conocido mediante las maravillas de Internet y en menos de lo que tardé en decir mi nombre, un italiano de la mesa me invitó un shot de Disaronno. Era todo un galán exótico, tenía una cámara a rollo y portaba bigotes estilo Dalí. Le pregunté por la cámara y dijo que prefería la analógica porque tenía la teoría de que el día que revelara las fotos y develara el misterioso resultado, podía resucitar la magia de la noche vivida…
Los bigotes nunca los entendí.

Nuestra siguiente parada fue un boliche pequeño que pasaba reggaetón. Pedí prestada la cámara y el tano me la entregó con toda la seguridad del mundo. Qué envidia me da la confianza que tienen los europeos en los otros. Prometí sacar fotos solamente de lo que me parecía “importante” y por supuesto le gasté todo el rollo.

Salimos, le devolví la cámara y emprendimos la vuelta a mi casa. Caminábamos en igualdad de condiciones, entendiéndonos poco y gesticulando demasiado. Él me enseñaba italiano y yo me reía al unísono de su musicalidad.
No voy a mentir, mil preguntas se me venían a la cabeza: “¿Dejo que me acompañe a casa? ¿Quiero estar acá con él? ¿O es la ciudad y el momento lo que me conmueven y cautivan?”.
A la única conclusión que llegué es que hay personas que se atraviesan en el camino en determinados instantes como un soplo, para acompañarnos, hacernos reír o cuidarnos, y así como aparecieron tarde o temprano desaparecen. Es como si se desvanecieran en el aire sin alterar demasiado el estado de la materia… Y aunque no todos son dignos de ser parte de una anécdota de sobremesa, hay personas que son relevantes y dejan marca. Queda en nosotros pensar si vale la pena o no generarles un espacio en la memoria Ram de nuestros recuerdos.

11.7.18

El verano europeo en los pantalones cortos como la distancia entre Madrid y Barcelona.

Estaba de camino al trabajo como todas las mañanas, cerca de la estación de Moncloa en Madrid, cuando accidentalmente saltaste en mi playlist. Me olvidé que tenía guardado en un viejo celular, la grabación desordenada y descoordinada de una canción que tenía tu voz como protagonista. Asustada y sorprendida a la vez, me saqué los auriculares para no escucharte, supongo que para evitar la nostalgia.
Minutos después, te vi pasar en otro cuerpo, otra ciudad, pero en verano nuevamente. Llevabas puestos esos pantalones cortos a los que quiero aferrar tu imagen y la barba y los rulos oscuros. Me reencontré con tu vos europeo, con el andar despreocupado, enmochilado. Me diste el espacio a pensarte un ratito y sin darte cuenta me acompañaste unos pasos antes de entrar al subte.
Hace unos días me enteré de que Azul tiene los días contados y me imaginé tu rostro entornado, tu cara de decepción, anulada. Los comentarios agudos, informados. El café -ahora- frío en la mesa de la cocina y otros pequeños gestos que luchaban por volverse cotidianos y en mi mente resultaban inconcebibles... El alcohol que tenía que pasar para poder abigarrarme a tu cuerpo.

Estaba enredada en ese tren de pensamientos cuando entendí que no eras vos por el arbolito que tenías tatuado en la parte baja del muslo derecho y los anteojos cuadrados; pero me quedé tarada igual cuando observé tu nariz prominente y el pelo melenudo, tan distintivo, tan propio.


Hay algunos recuerdos que hasta el día de hoy no logro procesar, mucho menos archivar... Pero elegí no borrarlos porque el corazón es selectivo y se queda con los mejores pedacitos.

Es como volver a escuchar la banda sonora de una película. No repetís la experiencia de mirarla, sino que elegís los mejores temas, los que más te gustaron o te conmovieron, y te prestas a escucharlos de nuevo, en loop.


Madrid, España

26.6.18

El amor según Tim Burton


Me asignaron la tarea de escribir sobre un tema universal utilizando la manera de hablar de otra persona. Esto quiere decir, elegir un autor al que admire y apropiarme de su voz.
Yo opté por hablar de amor (¿Cuándo no?) como si fuera Tim Burton.

El amor según Tim Burton

Es oscuro. El amor es un agujero de oscuridad que contrasta con la luz cuando se devela y crece y toma forma con la existencia de otro ser encarnado. Amanece, devora todo a su alrededor. Lo fagocita y lo devuelve en forma de poemas, de canciones.
Es vida… No, es morir en vida. Es creer que hay un después, un continuo. Es engañarse con un “para siempre”, creer entenderlo todo, sentirse inmortal. Es percibirse infinito, es tragedia y es delito. La debacle del ocaso, Cromañon hecho pedazos.
Pasajero y fugaz, se vive impaciente, emergente. Es desidia y es delirio, necesario y corrosivo. Es un reflejo del alma en otro cuerpo, encadenarse al destino, olvidar el control, perderlo todo.
Es la lucha eterna del colibrí por mantenerse vivo, saber que si tus alas se dejan de mover te comen vivo. Es un ápice de fe, el puntapié de la carrera, una ola por romper.
Inabarcable, inservible, incesante. El amor lo toma todo. Se lo apropia, se hace carne trémula, revoca. Toma venganza por cada alma que reclamó en el camino. Se torna compasivo y misericordioso con aquellos condenados que aceptaron su ventura.
Destino librado al azar, sin poder decidir, arriesgándose a fallar, a que perezca y se desvanezca. Al duelo y a la nada, no es nada… La nada misma.

Cerro del Tío Pío, España

7.4.18

Sisyphos, la antítesis del mito

Nuestros destinos se vieron atravesados en un tren y nos reímos de la coincidencia. Al bajar nos metimos de colado en la fila de Sisyphos, un boliche en la ciudad de Berlín que nunca cerraba sus puertas, siempre y cuando no fuera lunes. Hablamos de nimiedades hasta encontrarnos con el acceso principal y nos agarramos de la mano en una mezcla de éxtasis, nervios, ansiedad y frenesí.
Nos entregaron stickers con la consigna de que tapáramos la cámara del celular y entramos al país de las maravillas de Alicia. Se explayaban frente a nuestros ojos una serie de casitas de madera, una fábrica abandonada de comida para perros, un mural hecho de vidrios coloridos, un lago en el medio del predio, y nuestras zapatillas pisaban la arena.
La primera parada fue un armario musical, donde unos franceses introduciendo monedas eligieron “My heart will go on” y nos invitaron a pasar. Cantamos a los gritos y dejamos que la mezcla de color, láseres y humo nos atravesara el cuerpo. Éramos seis en un espacio de dos por dos, y la tensión se sentía en el aire.
Al salir fuimos a buscar algo para tomar y nos explicaron que cada cuatro botellitas de cerveza vacías que entregábamos, nos regalaban una llena. Era una buena tasa de cambio, por lo que pasamos parte de la noche buscando y acumulando botellitas de cerveza vacías que otros abandonaban por negligencia.
Nos sentamos en un puente a charlar y dejamos que nuestras piernas colgaran en el aire y se mecieran sobre el lago reflejante. En movimiento pendular, impacientes, nuestros pies iban y venían acompañando el ritmo de la música que sonaba de fondo, dejándose llevar por las estrofas inentendibles cantadas en alemán.
Vislumbré un sillón roto a distancia, repleto de cuerpos que se acomodaban entre los resortes que hacían presión por saltar y escapar para todos lados. No comprendo todavía si es que el sacudón del sofá provenía de esos cuerpos, o de las ratas que lo invadían.
Luego de agotar hasta la última gota de alcohol y trasladarnos por el espacio para investigarlo, nos animamos a seguir la música y adentrarnos en ese boliche oscuro, laberíntico, grafiteado y derruido. Figuras cadavéricas vestidas de negro y sobre maquilladas, yacían en los pasillos camuflándose de manera idílica con el espacio apretujado y caliente.
La música electrónica nos empujaba a bailar y seguir un movimiento frenético que hacía que la gente se contorneara de manera extravagante, a un ritmo imposible, imbailable. Fracasamos estruendosamente en nuestro intento de ser parte, por lo que nos resignamos a observar desde afuera y capaz interactuar con algún borracho elegante.
La cabina del DJ estaba al alcance de mi mirada. Era cuestión de atreverse a subir unos escalones, hacerle ojitos y seguirle la corriente. Aposté a que me animaba y con cara de “te lo dije”, me lancé a ver qué pasaba. El DJ me indicó qué tocar, y automáticamente vi a la masa de gente levantar las manos bien alto, secundándome. Dejé que la música me inundara de sentido y probé tocar un par de botones. Me sentí… gloriosa. Agradecí y me bajé, no sea cosa de acaparar el escenario.
Me reencontré con mi compañero y nos escabullimos por un pasadizo que nos llamaba la atención. Sin darme cuenta, mi espalda terminó contra unas rejas y me encontré encerrada entre sus brazos. Sus manos, apretadas obstinadamente con el enrejado, me impedían el paso.
Rogué que no entrara nadie más y lo desafié.
Me respondió con un beso corto, acompañado de una sonrisa… Y otro beso más, más largo, más profundo. Ya no sonaba la música, ya no podía distinguir voces extranjeras. Solo podía percibir mis dedos entrelazándose con los suyos.
Perdí la noción de tiempo, de lugar, de muerte. Desaparecieron los nombres, la ciudad de pertenencia, el lenguaje. Sólo concebíamos casualidades y deseo; de querer que el reloj frene, de anhelar que todo lo que sucedía a nuestro alrededor se congelara y nos dejara girar en esa suerte de soledad acompañada. Que no se volviera recuerdo, no todavía.
Inhóspito en perspectiva, ese recoveco latía nocturno y eterno. Y no nos daba motivos para abandonarlo... Afuera podía estar saliendo el sol o lloviendo sin parar, lo mismo daba. No teníamos razones por las que salir a averiguar qué pasaba. No había apuro ni espera, sólo amor libre y vicios. Estábamos rodeados de hambre de progreso y juventud extasiada. Todo un aleph emocional.

                                                                                                                                                      Berlin, Alemania

Afuera se encontraba Berlín, una ciudad museo histórica, vigente y palpable en el imaginario de sus ciudadanos. Adentro sólo había intentos de rearmar esa revolución que provocó que cayera el muro y resurgieran motivos por los que seguir vivo.
Reencontrarme en la mirada de otro me animaba a entender que no estaba sola. En una ciudad que provoca más preguntas que respuestas, la mejor opción es probar experiencias nuevas y delirantes.
Jugar a redescubrirse, sanarse y quizás hasta salvarse, entre los vestigios de la guerra.