16.10.17

Estadíos sonoros de un operador de radio

Sentarme a escuchar. Buscar tus clics. La mención de tu nombre. Un apodo.
Percibir el balanceo errático de una banqueta.
Violeta.

Imaginarte girando en espiral en un cuarto de dos por dos tocando botones.
Armando listas, tachando errores.

Presenciando a través de un vidrio todo tipo de escenas como investigador en un caso criminal.
Observando al acusado del otro lado sufrir y sudar sin final.

Alterar canciones con historias.
Comentar o acotar sonoramente capaz.
Presentar algún tema si el aburrimiento puede más.

Interpretar la música que elegiste.
Alucinar el vaivén de tus brazos dibujando un semicírculo en el aire cautivante.
Atravesados por una emoción pero limitados por el espacio reducido. Asfixiante.

Permanecer hasta que las neuronas hagan sinapsis.
Esperar a que tu voz surja del parlante.
Esperarte.
Obedecer a la luz roja, titilante.

Cuando prende, todos serios.
Cuando no, cuando muere y deja tras de sí un halo de misterio, circulan los mates.
Varias miradas puestas en el tablero, expectantes.

Ir y venir de personas, movimientos constantes y envolventes. 
Un comentario gracioso, una risa lejana, la luz roja nuevamente.

El operador transpira, suspira.
Se hace el silencio... Aire.

13.9.17

Debugging

Las primeras noches, sin importar que tópico traten, son definitivamente las más difíciles. En este período de mi vida, me enfrento con el desafío de la primera noche sola en una nueva ciudad, una y repetidas veces.
En Edimburgo, en Berlín, en Praga, en Munich... A donde sea que llegue, si es de noche, y más aún si todavía no conozco la ciudad, representa un dilema. Toda esa energía embotellada de largas horas de espera en estaciones de tren y aeropuertos, se hace presente como despertador un domingo temprano a la mañana y pide a gritos escapar. Y como no soy de esas personas que salen a correr de noche, algo tengo que hacer igual.
Me arreglo, me predispongo, salgo.
Me enfrento a la noche solitaria, no cuento con palabras en alemán o en checo para poder negociar un precio, viajar en metro, hacer amigos... Y sin embargo, acá estoy, escribiendo desde un bar, sentada en la mesa más grande y fría que ví en mi vida, tomando una larga cerveza y recordando la gente que me encontré en el camino.
Deseando conocer a los próximos que llenarán mi memoria de recuerdos y le pondrán (por fin!) palabras a mi vocabulario... Aquellos que me hagan sentir un poquito más yo de nuevo.
Pasa que, después de muchos días sin hablar, o hablando directamente en inglés, olvidé hasta la manera en la que se dice Argentina en castellano, e incluso cómo se pronuncia mi nombre en mi propio idioma, partes fundamentales y necesarias de mi ser; mi identidad básicamente.
Soy ésto que puedo con el inglés que tengo, defendiendo mis ideales en un idioma cuyas palabras no manejo, no soy.
Soy quien puedo a donde llego, quien me lleva ahí y quien me nombra. Soy 'Camille', 'Keymi', 'Ey Argentina!' o como quieras llamarme.
Puedo descender de australianos y pretender que mi vida está determinada por alguna guerra inexistente que me obligó a escapar de mi tierra.
Puedo ser española, italiana, chilena (con gente angloparlante, no?).
Puedo actuar y asi pretender ser alguien que no soy, pero al mismo tiempo, estaría siendo más yo que nunca -actriz, mucho gusto-.
Me acuerdo patente la primera vez que jugué a ser alguien que no era, pero en la vida real; cuando en una de esas cadenas internacionales de café me preguntaron '¿Cómo te llamas?' respondí 'Vanessa'. Simple. Con el tiempo fui 'Amanda', 'Samanta', 'Miranda'...
Hoy y en este lugar, elijo ser yo (o esta nueva versión de mí que lleva al aire poco menos de un año) para seguir degustando nuevas identidades y probarme el 'yo' que mejor me quede.
Y no voy a pensarme cómo era el año pasado. No tiene sentido, no me interesa volver.
Mi actual versión de mí se basta de sí misma para ser feliz y tuvo varios encuentros en el camino con otras almas, otros 'yo', que me desafiaron una y otra vez a reinventarme y así poder sacar al mercado la mejor versión de mí que esté disponible (un equivalente a actualizar el sistema operativo del celular).

Esa es la nueva, engancharme y desengancharme de todo y de todos una y otra vez. Depender sólo de mí y hacerme bien sin límites. Amarme con desenfreno, jugar en los juegos para chicos, correr cuesta abajo, ponerme bajo la lluvia y empaparme hasta lo que no se debería mojar. Cuidarme haciéndome pelota, y hacerme pelota al cuidado de mí misma. Darme los espacios y los tiempos para hacer y dejar de hacer lo que no quiera y respetarme por eso. 

¿Volver igual, a pesar de que me fui? No me queda otra.
¿Volver igual que como me fui? Imposible.
No es escapar, es desatarme de todo aquello que me transforma en un ser odioso y reencontrarme con la libertad de ser yo misma en su máxima potencia. Eso es lo que hoy me hace ser -o sentirme- más yo que nunca. Y eso es también lo que me llena y me hace feliz.


                             París, Francia

4.8.17

Whatever gets you thru the night

Americano por excelencia. Así podría empezar a describir a Nemo, mi compañero de campamento (dejemos su verdadero nombre afuera de la cuestión), pero no alcanzaría a llenar todos los casilleros. Neoyorquino ocurrente, divertido y hábil, de porte musculoso, rubio y de ojazos claros, daba más para tapa de revista que para ser humano.
Era el único en un grupo de treinta personas que más o menos ubicaba Argentina en un mapa y conocía -algo- de costumbres foráneas. Tocaba la guitarra (sabía de memoria los acordes de Despacito, habilidad que se vuelve inútil pasando el 2017), trepaba a los árboles y competía con otros -machos América- para ver quién tenía más fuerza, destreza, o se bancaba mejor las picaduras de bed bugs (también llamados Chinches en Latinoamérica).
Me prestó su cámara para sacar fotos bajo el agua en más de una ocasión y me ayudaba a subir mi valija-monstruo colina arriba.
Se manejaba en español lo justo para hacerme reír y eso era más que suficiente… Hacía rato nadie me hacía reír hasta llorar. Hasta que los ojos lagrimean y los pulmones duelen y falta el aire y ya te reís más de la forma en la que te reís que de los chistes en sí.
En los ratos libres jugábamos a las cartas y nos burlábamos de los nombres que les ponen a los dibujitos animados de éste lado del mapa (daría todo por volver a escuchar su manera de pronunciar “Castores Cascarrabias”). Una vuelta nos pusimos a discutir las diferencias biológicas entre pajaritos, patitos y pollitos, basándonos en distintos personajes de la Warner… Que Tweety es un pajarito amarillo y en español lo llamamos Piolín, que Daffy Duck es un pato y le decimos Lucas, y que pollito es el de La vaca y el pollito.
Nuestra conversación se dio en el medio de un cementerio así que nos comimos un buen reto. Pero no nos importó, la verdad es que lo que sucedía a nuestro alrededor mucho no afectaba. Nos abstraíamos del contexto constantemente. Compartíamos un mundo que sólo podía darse y existir en ese limbo que osábamos llamar realidad, pero que evidentemente no lo era porque ninguno se animaba a revelar su verdadero yo. Nos veíamos obligados a enfrentar desafíos ficticios y hacer de cuenta que todo podía terminar mal, cuando claramente estábamos en un entorno cuidado, más que seguro.
La última noche que pasamos juntos salimos a pasear por Tel Aviv y terminamos en Kuli Alma, un bar enorme plagado de lucecitas de colores, murales, graffitis, gente copada… Embelesados por el ambiente, dejamos pasar las horas agarrados de la mano con una inocencia propia de chicos de 16 años. Con el dedo índice me dediqué a recorrer las venas en su brazo de arriba a abajo y arriba de nuevo. Parece que emanábamos ternura, porque se acercó el dueño del lugar a ofrecernos tragos a cambio de sacarnos una foto para el Instagram del bar. Miradas cómplices de por medio, aceptamos, y terminamos en el celular de un ajeno, envueltos por stickers y corazones.
Sentados en el piso contra una pared repleta de mensajes anti guerra, charlábamos y nos hacíamos compañía esperando a que se hiciera hora de ir al aeropuerto. No queríamos irnos de Israel, pero además nos negábamos a despedirnos.

Tel Aviv, Israel
Horas después, y aunque aún no había amanecido, estábamos en el aeropuerto hablando de próximos destinos (él volvía a casa, yo volaba hacia París), y jugando con la idea de volver a vernos en el futuro.
Ahí fue cuando asimilé que una etapa de mi viaje estaba llegando a su final y que me tocaba enfrentar un nuevo rumbo. Me invadía la expectativa, la incertidumbre… Mi cuerpo no terminaba de acostumbrarse a esa felicidad de estar triste, a ese sentimiento de melancolía, y ya tenía que hacer diálisis de la ansiedad que me provocaba saber que en pocas horas iba a estar pisando suelo europeo.
Luego de hacer el check in, cada uno por su lado, nos reencontramos cerca de unos asientos acolchonados y nos apropiamos del espacio. Distribuimos valijas, paquetes y bolsitas por todos lados y jugamos a pronunciar calles raras en inglés.

Me acomodé en su hombro, él se apoyó en mi cabeza; y así nos quedamos paulatinamente dormidos, sabiendo en el fondo que esa iba a ser nuestra última siesta.

20.7.17

Volver a despertar después de presenciar el amanecer

Esta es la descripción de una siesta vivida en Israel, que llegó acompañada de otros tantos participantes, diría más de 20 seguro (No recuerdo haber tenido una siesta así de concurrida desde el jardín de infantes más o menos).
La noche anterior habíamos compartido anécdotas en el desierto con música de Coldplay de fondo, seguido de un fogón que nos mantuvo despiertos y cantando -a pesar de que no había una guitarra-, para concluir en un desayuno conformado por galletitas dulces y un café arábico, negro y amargo, minutos antes de que amaneciera y empezáramos la subida a Masada.
Cada pequeño descanso que íbamos teniendo en el camino lo dormíamos. Un ratito en el micro, otro esperando a que el sol asomara por detrás del mar muerto, de a pequeños cortes entre charlas intensas (y sobre todo acaloradas) en diversos lugares históricos… En fin, dónde podíamos y cómo podíamos.
Durante el recorrido jugamos a gritar todos juntos, en manada, logrando un eco en formato boomerang, que así como iba volvía a los pocos segundos, dando la sensación de que nos gritaba de lejos la hinchada de un equipo de futbol.
Llegado el mediodía, justo cuando más de uno estaba preparado para izar bandera blanca, vislumbramos en la lejanía un hostel que nos iba a proveer de comida y aire acondicionado (bendito seas siglo 21).
Nos presentamos en la puerta todos transpirados hasta la médula, bañados, empapados y centrifugados en gotas de sudor que dejaban aureolas de transpiración en la ropa y que, calculo yo, acumulaban suficiente agua para -mínimamente- hacer crecer un árbol.
Exhaustos pero aliviados, nos dimos un panzazo hermoso con el banquete que nos esperaba, repleto de panes, quesos, fiambres, frutas y legumbres, especias, jugos raros, yogures y cereales. Cantidades infinitas de comida, que provocaban empujones y corridas. Una y otra vez, los platos se llenaban, vaciaban y volvían a llenar, no había tiempo de degustar, era engullir una delicia atrás de otra sin pausa, sin freno ni consideración.
Era el hambre acumulado del no dormir hace días, del calor que nos hacía sudar todos los nutrientes, de la felicidad de mirar por las ventanas el desierto enorme, voraz y fagocitante, de la charla sugerente. El tren seguía su marcha sin paradas, hasta que, en algún intervalo de esa vorágine, dejamos de ingerir comida, pero sin perder jamás el hambre.
Luego de un rato, agotados de tanto masticar, nos fuimos levantando y acomodándonos en el lugar que nos hospedaba. ¿Mi elección inmediata? La pileta. No tengo recuerdos de haberme sacado la ropa; simplemente mojé un pié para testear la temperatura del agua, y al notar que estaba fría, me entregué sin más a esa promesa de paraíso terrenal.
Me dediqué a flotar, mirar el cielo despejado y nivelar de a poco mi temperatura corporal interna, aunque fuera tan sólo temporalmente (después de todo sabía que tarde o temprano me iba a tener que volver a someter a ese sol quemante y tajante).
Resignada ante tal destino cruel, salí de ahí para encontrarme con mis compañeros distribuidos aleatoriamente en una especie de jardín cuadrado de pastito artificial, buscando sombra debajo de las palmeras.
Encontré con la mirada un lugarcito que me hiciera sentir guardada y me arrojé elegantemente a descansar boca abajo, apoyada sobre mis brazos.

Antes de entrar en un sueño profundo, casi de coma, espié a mis alrededores traviesamente y sonreí frente a mi descubrimiento. El lugar que había escogido era lógico, casi ideal. Entusiasmada, me rendí a un sueño lejano, risueño, letárgico.


Cerca del Mar Muerto, Israel

13.7.17

(8)33

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Empecé a ser consciente del deseo corriendo entre mis venas cuando tu voz se hizo presente entre mis desvaríos. Que irónico que, estando en un cementerio, rodeados por la muerte, nuestro intercambio de palabras me hizo sentir más viva que nunca. Es que tu voz, tu dulce y resonante voz (la cual soy incapaz de representar, mucho menos de reproducir, por más de que mi cabeza lo intente), me elevó y me guió a lo largo de todo el viaje. No podía dejar de estar pendiente de esa voz, de tu perspicacia al comentar, tu forma original de jugar con las ideas, la conjugación de tus palabras, tu manera de expresar tu punto de vista, el modo que tenías de hacerme vibrar con cada consonante y cada vocal que pronunciabas. Era imposible concentrarme en otra cosa que no fuera en las preguntas que hacías. Mi razonamiento quedaba colgado como ropa recién lavada craneando posibles respuestas o alguna repregunta que te hiciera darte cuenta de que soy algo más que un simple animalito. Que pienso por mí misma y que siento mucho más de lo que pienso. Tanto es así que una vez que dejo que ese remolino -de andá a saber qué- se apodere de mí, no le puedo bajar el volumen a todo eso que me pasa. Es como una radio a la que se le rompe el dial. Simplemente sigue sonando sin ningún tipo de control.
Me hiciste perder el control. Era capaz de hacer todo lo que fuera (humanamente) posible con tal de sentirte mío. Pero estás demasiado fugado de vos mismo como para pertenecerle a un otro. Decidiste escaparle a lo que rige como regla general y ser alma libre, emanciparte de todo aquello que te ate.
Y yo, voluntariamente, me hice creer que tu modalidad podía variar, como también lo habrán creído tantas otras. (Con esas habilidades en otros tiempos te habrían tildado de brujo y quemado en la hoguera... En fin...)
Somos varias -no nos engañemos- las que pudimos disfrutar de tus encantos, siendo conscientes en el fondo de que te estabamos tomando prestado por un ratito. Y, al menos yo, no pensaba desperdiciar esa oportunidad, ese 'mientras' que inocentemente imaginaba peripecia.
Estuve pendiente de tu sombra cual conductor principiante que maneja en ruta por primera vez. Los días de caminata eran mis preferidos. Si así lo querías, te acercabas a mí para preguntarme qué libro estaba leyendo o para debatir acerca de la educación en algún país lejano (basándonos en mínimas representaciones de la realidad, obvio, ¿pero a quién le importa?). Y si no, yo te buscaba a vos, atenta, expectante, esperando a que me dieras el pie para comentar algo o iniciar una charla, lo que fuera que me permitiera escuchar tu voz tan sólo un ratito más. Un poco más de anestesia hasta el próximo encuentro. Drogadicta a tu voz, dependiente de tu andar. Si lograba hacerte reír, mi alma extasiada descansaba de su constante tortura por unos segundos más.
Las dos o tres horas (quién sabe, yo al menos perdí la cuenta) del viaje más largo entre ciudades, fuiste todo mío. Ahí sí. Nos rodeaban los ronquidos y exhalaciones de treinta y nueve personas que dormían plácidamente, y vos y yo intercambiabamos creencias, ideales, reflexiones sinfín, en una lucha por abalanzarse sobre el otro silenciosa, pasiva. Reemplazamos las manos, los mimos, el contacto, por palabras arrojadas hacia el otro que escalaban intensivamente.
Que si hay un destino, que si existe la vida después de la muerte, que cuál es el propósito de todo... ¿Y qué importancia tiene todo eso? Si lo único en lo que puedo pensar, lo único que tiene sentido, es tu cuerpo aferrado a mi cintura, callándome con besos el tren de pensamientos.

Silencio. Desierto. La luna. Una foto.

                                                                                                                    El amanecer en Masada, Israel

En un abrazo pulcro y respetuoso contuve tus lágrimas. Era el primer contacto real, piel a piel, que tuvimos. La primera vez que pude apreciar el contorno de tu cuerpo y no sólo imaginarlo. A los dos nos costaba respirar, pero por dos motivos muy distintos. El tuyo, la melancolía. El mio, la agonía.
A medida que pasaban los días la tensión crecía, vos te alejabas, yo enloquecía.
La anteúltima noche y sin quererlo (pero muriéndome de ganas), extasiados y emborrachados, atragantados de alcohol pagado en moneda extranjera, tu cuerpo y el mío se encontraron. Y así como empezó, todo terminó. Apurado, a escondidas, impensado.
A pedido tuyo, me obligué a callar y salir de la manera más incómoda posible; en momentos espacio temporalmente distantes... Alejados como si fuésemos dos extraños en un ascensor.
Lección aprendida: Acceder no siempre implica estar de acuerdo con las bases y condiciones del juego.

De tu dulce voz me queda sólo un recuerdo y las ganas de volver a escucharte. Pero me dijeron por ahí que tu alma tiene dueña. Y a pesar de lo dulce que fue nuestro abrazo de despedida, sé que fui (o mejor dicho, siento que fui) una distracción de la rutina. Una excepción a la regla, un "ya que estamos..."
Así nomas. Sin tanto palabrerío, sin tanto filosofar.

26.2.17

Angustia

Intentemos describir algo tan inenarrable como la angustia, o mejor dicho, esa sensación que genera la angustia. Si tuviera que dibujarla como algo tangible, físico, que "está ahí", diría que se parece bastante a un agujero negro que a medida que se expande, toma forma de espiral. Cuanto más gira, esto es, cuanto más pensamos y más vueltas le damos a un asunto, más hondo cala y más nos cuesta "salir de ahí". 
La quemazón que provoca la acidez estomacal, es bastante similar a ese ardor que sentimos cuando la angustia nos invade, pero de manera más comprimida, más puntual, porque ataca directamente el lado izquierdo del pecho, ahí donde se ubica ese inencontrable espacio que llamamos corazón. Y, aunque no sabría explayarme sobre por qué ocurre ahí (y no en otro lado) o explicar las alteraciones químicas que suceden en el cerebro, solamente sé (o siento) que allí es donde se forja, donde surge, donde se siente nacer ese dolor insoportable que te priva de oír al mundo, te corta la respiración y te inunda en lágrimas.
En esas instancias, que se viven como eternas, estamos más conectados que nunca con el deseo de desapegarnos de todo, recurriendo al sueño como primer escape. Pero claro, es imposible dormir, porque los pensamientos incesantes se asientan cómodamente y te impiden entrar en un mundo alterno.


Recurrir a pastillas, calmantes y otros obnubilantes, suele ser el accesorio preferido para introducirnos en un terreno que nos promete, ante todo, armonía. Inevitablemente, los fármacos nos marean, nos confunden, nos relajan.

Pero al fin y al cabo, la única manera de atravesar ese oleaje de incertidumbre y destellos de un dolor que no promete mejorar, es hacer el esfuerzo de llegar al otro lado…
Semivivos capaz. Pero vivos al fin.

Muro de Berlín, Alemania