Esta es la descripción de una siesta vivida en Israel, que llegó
acompañada de otros tantos participantes, diría más de 20 seguro (No recuerdo
haber tenido una siesta así de concurrida desde el jardín de infantes más o
menos).
La noche anterior habíamos
compartido anécdotas en el desierto con música de Coldplay de fondo, seguido de
un fogón que nos mantuvo despiertos y cantando -a pesar de que no había una guitarra-,
para concluir en un desayuno conformado por galletitas dulces y un café
arábico, negro y amargo, minutos antes de que amaneciera y empezáramos la
subida a Masada.
Cada pequeño descanso que
íbamos teniendo en el camino lo dormíamos. Un ratito en el micro, otro
esperando a que el sol asomara por detrás del mar muerto, de a pequeños cortes
entre charlas intensas (y sobre todo acaloradas) en diversos lugares históricos…
En fin, dónde podíamos y cómo podíamos.
Durante el recorrido jugamos
a gritar todos juntos, en manada, logrando un eco en formato boomerang, que así
como iba volvía a los pocos segundos, dando la sensación de que nos gritaba de
lejos la hinchada de un equipo de futbol.
Llegado el mediodía, justo
cuando más de uno estaba preparado para izar bandera blanca, vislumbramos en la
lejanía un hostel que nos iba a proveer de comida y aire acondicionado (bendito
seas siglo 21).
Nos presentamos en la
puerta todos transpirados hasta la médula, bañados, empapados y centrifugados
en gotas de sudor que dejaban aureolas de transpiración en la ropa y que,
calculo yo, acumulaban suficiente agua para -mínimamente- hacer crecer un
árbol.
Exhaustos pero aliviados, nos
dimos un panzazo hermoso con el banquete que nos esperaba, repleto de panes,
quesos, fiambres, frutas y legumbres, especias, jugos raros, yogures y cereales.
Cantidades infinitas de comida, que provocaban empujones y corridas. Una y otra
vez, los platos se llenaban, vaciaban y volvían a llenar, no había tiempo de
degustar, era engullir una delicia atrás de otra sin pausa, sin freno ni
consideración.
Era el hambre acumulado del
no dormir hace días, del calor que nos hacía sudar todos los nutrientes, de la
felicidad de mirar por las ventanas el desierto enorme, voraz y fagocitante, de
la charla sugerente. El tren seguía su marcha sin paradas, hasta que, en algún intervalo
de esa vorágine, dejamos de ingerir comida, pero sin perder jamás el hambre.
Luego de un rato, agotados
de tanto masticar, nos fuimos levantando y acomodándonos en el lugar que nos
hospedaba. ¿Mi elección inmediata? La pileta. No tengo recuerdos de haberme sacado
la ropa; simplemente mojé un pié para testear la temperatura del agua, y al
notar que estaba fría, me entregué sin más a esa promesa de paraíso terrenal.
Me dediqué a flotar, mirar
el cielo despejado y nivelar de a poco mi temperatura corporal interna, aunque
fuera tan sólo temporalmente (después de todo sabía que tarde o temprano me iba
a tener que volver a someter a ese sol quemante y tajante).
Resignada ante tal destino
cruel, salí de ahí para encontrarme con mis compañeros distribuidos
aleatoriamente en una especie de jardín cuadrado de pastito artificial, buscando
sombra debajo de las palmeras.
Encontré con la mirada un
lugarcito que me hiciera sentir guardada y me arrojé elegantemente a descansar
boca abajo, apoyada sobre mis brazos.
Antes de entrar en un sueño
profundo, casi de coma, espié a mis alrededores traviesamente y sonreí frente a
mi descubrimiento. El lugar que había escogido era lógico, casi ideal. Entusiasmada, me rendí a un sueño lejano, risueño, letárgico.
Cerca del Mar Muerto, Israel
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